Sístole, diástole… La danza de la vida. Contracción, expansión…
¿Para qué hemos nacido? ¿Para qué seguimos vivos?
Somos sístole y diástole. ¿Somos sólo eso? O ¿somos todo eso? Lo uno y su fragmentación. El ser ¿y la nada?
Como en la totalidad del universo que nos cobija, somos dualidad, dicen, y que él mismo es todavía sístole bigbánica y que, tarde o temprano, será diástole algún día. Inmersos en la vida, escupidos a ella en algún momento del tiempo, cegados por su luz embriagadora, desorientadora, anhelamos el encuentro, dicen también, la fusión con la otra mitad de lo que se supone que somos, mientras negamos con implacable cabezonería su mera existencia. Huérfanos extraviados, vagamos sin rumbo impulsados (¿condenados?) a una búsqueda tenaz que simultáneamente aborrecemos. Imposible hallar paz, descanso, consuelo.
Pero quizá si seguimos vivos sea sólo para buscar y no haya meta ni destino, cielo ni infierno, sólo sístole y diástole, impertérritas, eternas. Contracción, expansión… Y quizá el remedio sea abandonarse al movimiento y rendirse al viaje. Cerrar los ojos, asumir la improbabilidad de la certeza y negarse a la búsqueda. Ser al mismo tiempo lo uno y su fragmentación, el ser y la nada, la renuncia a encontrar. Convertidos nosotros mismos en la danza de la vida. Porque ya éramos la danza antes de que la vida comenzase a danzar.