Las naciones no son ni están ahí, sino que se hacen, esto es, no constituyen datos empíricos, hechos objetivos, sino resultados contingentes de procesos, sociales, políticos y significantes abiertos e indeterminados. Así, las propias precondiciones diferentes de la narrativa nacional (lengua, historia, tradiciones, mitos y símbolos) constituyen tan sólo una materia prima reelaborada seleccionada, sobresignificada por los intelectuales y los movimientos nacionalistas, y pueden ser consideradas como uno de los elementos decisivos de la movilización político-significante que, en puridad, constituye a la nación misma. El discurso nacional, en toda su complejidad no constituye un factor meramente expresivo y exógeno, sino estrictamente constitutivo y endógeno de la realidad nacional. Es en este sentido que las naciones pueden ser consideradas, en buena medida, como “artefactos culturales”. Y, en tanto que tales, son siempre “comunidades imaginadas” cuyos individuos se autocomprenden explícita o implícitamente respecto de un grupo social específico, la “nación”. De ahí que lo que dicen y escriben, declinando un plural (nosotros, nuestro, etc.), desempeña una función política fundamental.