En Donde buscamos el mundo, Ricardo Pochtar nos ofrece una nueva entrega de esa manera depurada y ascética en que concibe la poesía (“en un huerto pequeño también se crían malas hierbas, pero no se tarda tanto en escardarlas”). Ese decir no muy distinto al modo en que el propio autor se maneja con la propia vida: en la discreción sin dogmas, de voz queda, propia de quien, sabiendo tanto, aun así, o quizás por ello, persiste en la humildad de la pesquisa. Una poesía que renuncia al adorno y, por tanto, a rimas o corsés métricos (“pasamanería silábica”). Que no recurre a la anécdota como asunto. Que no es elegía ni celebración, o al menos no lo es sustancialmente. Pochtar rehúye el exceso y la significación manida, respetando la palabra como una posibilidad de iluminación en manos del destello poético (“Lo que no soportan las palabras es tener de lazarillas a las ideas: prefieren ir y venir a ciegas, significar sin medir las consecuencias”). A la palabra debe otorgársele una vida nueva, debe cuestionar sus asociaciones y significaciones acostumbradas, debe “palpar el mundo en bruto” como una página en blanco. Indagarlo desde el asombro que generan las paradojas del conocimiento y a través del manejo del poema no como una glosa descriptiva, sino como un hallazgo perseguido desde la esencialidad desnuda de esas “palabras novicias que aún no saben de qué cosas las dejarán hablar cuando se ordenen”.