Eduardo Mendicutti, ya bien conocido por nuestros lectores, nos tenía reservada una magnífica sorpresa, una de las mejores que un editor pueda esperar: la entrega inesperada del manuscrito de Fuego de marzo, un esplendido libro de relatos que se lee como una novela, porque nos los cuenta el mismo narrador anonimo, en un progresivo desarrollo cronologico, y porque el lector extrae al terminar su lectura la impresion homogenea de una conmovedora evocacion de la pubertad. Lo sorprendente, lo casi inaudito, es que, aun concebidos a lo largo de casi veinte años (1976-1995), configuren una narracion tan asombrosamente coherente. En efecto, aunque cada relato tenga su propio ritmo, su propio tratamiento, en todos ellos, como estribillos de la memoria de la infancia, aparecen personajes, lugares, palabras y situaciones recurrentes, que se enriquecen y se explican mutuamente. Fuego de marzo cuenta la experiencia de un niño de entre diez y trece años que, guiado por su mirada inquisitiva, nos conduce por el memorial de sus descubrimientos. Descubrimiento de una manera de ser y de sentir; descubrimiento de la diferencia social, emocional, erotica, estetica, familiar, racial, vital; descubrimiento, al fin, de las quemaduras producidas por un tiempo terrible y piadoso como el fuego de marzo. Habra quien relacione estas historias con El palomo cojo (Andanzas 145), novela de Mendicutti, que publicamos en 1991 y que ahora ha dado lugar a la pelicula de Jaime de Armiñan. Pero asi como en la novela el escenario cerrado favorecia el monologo introspectivo del niño, en Fuego de marzo, los escenarios son exteriores y la voz del niño-adolescente es cambiante y multiple, como impregnada de los sobresaltos que causa en el la experiencia de la vida misma.
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